Fortes señala a los personajes de la izquierda cultural, aupados al poder, el dinero y la fama, Joaquín Sabina(1), Luis García Montero(2), Pedro Almodóvar, Fernando Savater (primero anarquista y luego de derechas), Carmen Maura, Camilo José Cela(3), Almudena Grandes, Antonio Muñoz Molina, Rosa Montero, José Antonio Marina, Felipe Benítez Reyes, Luis Antonio de Villena, Elvira Lindo, Miguel García Posada, Luis Alberto de Cuenca, Maruja Torres, Javier Cercas, entre otros, promovidos por el diario El País, la cadena Ser y las televisiones ligadas a Prisa(4), los medios adoctrinadores por excelencia del progresismo en los últimos 40 años, actuar que se explica, también, porque entre los accionistas de dicho diario están, en la actualidad, el financiero G. Soros y el Banco de Santander.
Les denomina la “progresía”, “el rojerío”, unos virtuosos en “el arte de las subvenciones”, en atrapar sinecuras, galardones, regalías, premios, fielatos, ayudas, franquicias, inmunidades y momios procedentes de la Unión Europea, el gobierno central, las autonomías, los ayuntamientos, las Fundaciones de las grandes empresas, el aparato académico, ciertas embajadas, etc., etc. Por tanto, son los hacedores de una cultura inmunda, que se vende, que se prostituye.
Tienen “una ideología estatal capitalista” añade Fortes, “a sueldo o nómina del Estado para una cultura estatal, de Arte y Estado”, cuya meta es “el negocio fácil y rápido”. Fustiga a “las mafias intelectuales”, a “la mafia roja”, devenida “mafia de la ceja”, en los tiempos de Zapatero, que se apropia de la considerable masa monetaria que la entidad estatal dedica a elaborar subproductos culturales y estéticos para consumo de la plebe, mera “quincallería”.
Examina el caso de las revistas subvencionadas, tan abundantes en recursos pecuniarios como escasas de calidad y de lectores. Se mofa de la retórica de los intelectuales “comprometidos”, cuya meta era y es llevar una vida parasitaria y hedonista, frívola e irresponsable, explotadora y derrochadora, una nueva burguesía de Estado que acumula capital en la industria cultural, pues “la cultura de Estado” ha llegado a ser un “negocio redondo”. Su enumeración sólo de los premios con que se lucran los estetócratas al servicio del parlamentarismo actual, pasma e incluso marea, debido a su número y variedad pero, sobre todo, a lo suculento de sus dotaciones.
El “pago por los servicios prestados” al Estado -por tanto a la patronal- ha constituido una burguesía cultural “roja” multimillonaria. Sus integrantes están “todos colocados”, en plantilla como “funcionarios e intelectuales orgánicos del sistema culturalista de Estado” creado desde y con la Constitución de 1978, obra sobre todo de la izquierda, el texto político-jurídico hoy vigente.
Se detiene en el análisis del Centro Lorca, abierto en Granada por la casta pedantocrática para rentabilizar crematistamente la memoria del autor de “Romancero gitano”, mostrando las crecidas sumas que maneja. De paso, propina un varapalo a Rafael Alberti, cuya obra tiene por “basura y miseria intelectuales”, y otro al propio Lorca, al denostar “el pensamiento reaccionario lorquiano”.
Todo ese mundo es calificado por Fortes de “rojerío de consumo”, consagrado al “negocio legal culturalista”, al “timo cultural”(5).
Un logrado momento del libro es cuando describe la conexión izquierda- derecha en el terreno de la subcultura institucional, señalando que J.M. Aznar fue enfático lector de “Habitaciones separadas”, poemario del vate rojo por excelencia, Luis García Montero. Muestra, pues, a derechas e izquierdas como lo que son, análogas e iguales en lo que importa y sólo diferenciadas en la retórica y el palabreo. Dando un paso más, cuantifica los considerables fondos otorgados a “los progres y rojos” por el gobierno neocón aznarista del PP. Esto coincide con otro dato, el mantenimiento por aquél de la legislación promulgada por la izquierda, lo que se ha vuelto a repetir con Rajoy.
No sólo son unos trincones sino que las y los integrantes de la intelectualidad izquierdistas se caracterizan, según Fortes, por “la ignorancia supina, la inlectura, la indocumentación, el vacío de cualquier ¿estudio? de la literatura, de toda investigación histórica y literaria”, siendo muy pobres sus obras en logros estéticos. Centra sus dicterios en Almudena Grandes, la novelista principal de la izquierda cuya obra es, ciertamente, ignominiosa.
Lo que expone Fortes no es, con todo, nuevo, aunque sí lo es por el vigor de la denuncia, la valentía con que está formulado y el uso de un lenguaje ajustado, innovador. Manuel García Viñó, en varios de sus libros, sobre todo en “El País, la cultura como negocio”, desarrolla formulaciones similares sobre la casta estetócrata progre, citando los mismos nombres y apellidos. Más recientemente, Gregorio Morán, en “El cura y los mandarines. Cultura y política en España, 1962- 1996”(6), investiga a la intelectualidad izquierdista que se hace con una parte sustantiva del poder de adoctrinar y catequizar al ser instaurados el parlamentarismo y la Constitución de 1978, y que lo mantiene hasta hoy.
Dedicado también a escrutar las desventuras de la cultura actual está “La mala puta. Réquiem por la literatura española”, de Miguel Dalmau y Román Piña. Merece la pena reproducir una frase del primero, “nuestro país ha bajado el listón en todo, salvo en incultura, grosería, frivolidad, falta de ética y estupidez”.
Fijémonos en lo de la “falta de ética”. Dado que la intelectualidad de la izquierda arguye que aquélla es “burguesa” la inmoralidad debe ser… ¿qué?, ¿quizá “proletaria”? De ese modo han universalizado y empeorado la fobia hacia la ética propia del burgués, del empresario, del dominador, del torturador, del escuadrista. Así, la izquierda nos está transportando desde la sociedad capitalista a la hiper- capitalista, su genuina meta estratégica. La inmoralidad en arte y cultura contribuye, conviene repetirlo, a hacer de éstos un ejercicio de prostitución continuada.
Ello ha resultado de la obvia hegemonía política, cultural, ideológica y académica de la izquierda, mantenida durante muchos años, al haber sido constituida al final del franquismo, en 1974-1978, y preservada hasta hoy por los poderes fácticos, estatales y empresariales. Su letalidad, sumada a la del régimen de Franco, ha producido una sociedad sin cultura, sin saberes, sin valores, sin arte, sin estética, sin ética, sin creatividad, sin calidad del sujeto, una formación social aberrante, con un futuro muy problemático. Por eso en el presente no existe el arte, salvo de manera excepcional y en la semi-clandestinidad. Nos queda el arte del pasado, cada dia más dificultosamente comprendido, y poco más.
EL MARCO POLITICO E IDEOLÓGICO
La izquierda nos ha destruido como sociedad y como seres humanos. Lo ha hecho para salvaguardar a los intereses de los poderes económicos, de la burguesía, de la gran empresa, a quien sirve como heredera y continuadora del franquismo en lo que es más primordial, como fuerza anti-revolucionaria y pro-capitalista fundamental.
José Antonio Fortes, en su obra, se declara adscrito ideológicamente, al parecer, a una combinación de marxismo y anarquismo, y cita favorablemente a Gramsci. Esto es chocante pues los intelectuales que con tanto vigor denuncia son, en una buena parte, afiliados al PCE (hoy IU), partido que se llama marxista y que suele reclamarse de aquél. También se muestra partidario de la “poesía social” y el “arte social”, aunque no cita la denominada “cultura proletaria”, en boga en los años 30 del siglo pasado.
El marxismo concibe el arte como propaganda, como una sección de su aparato de propaganda. Lo reduce a medio e instrumento, negando su centralidad y valía. En consecuencia desestima la calidad en el arte, no aprecia los recursos estilísticos, no exhorta al artista a que domine su oficio y desdeña la estética.
El marxismo ignora que el ser humano tiene necesidades espirituales, en el asunto concreto que nos ocupa necesidad apremiante de trascendencia, de emocionalidad, de belleza, de conocimiento, de sublimidad. Niega que aquél es, o puede ser, causa consciente de sí en buena medida, y no solamente efecto de las condiciones económicas y sociales, lo que le lleva a desentenderse de una de las grandes tareas existenciales, autoconstruirse a sí mismo. El anarquismo suele compartir lo medular de tales formulaciones.
El “arte social” se ocupa de las luchas reivindicativas y de las metas finales económico-sociales supuestamente emancipadoras, las utopías sociales, en realidad distopías. Vale decir, se concentra en la demanda de más dinero, más consumo, más servicios estatales, mayor nivel de vida, etc. Sólo lo que es tangible, material, consumible y provechoso le motiva, por lo que deja a un lado las demandas espirituales tanto como al sujeto que necesita autoedificarse, también en lo estético, emocional, sensible, pasional y espiritual. Dicha concepción del arte 5 convierte la parte en el todo y yerra en su interpretación de la condición humana, desespiritualiza y cercena componentes decisivos de la persona. Eso explica que no haya logrado crear apenas nada valioso en cultura y arte.
Lo expuesto permite comprender por qué Fortes aunque realiza una crítica atinada y, en cierto sentido, magistral de la burguesía cultural izquierdista actual no logra penetrar en las causas últimas de lo que impugna ni, mucho menos ofrecer una propuesta alternativa superadora, útil para ir construyendo una estética renovada y un arte revolucionario para el siglo XXI, que sean la negación práctica de lo que las instituciones y la burguesía promueven, financian e imponen.
La crítica, por ajustada y acerada que sea, es insuficiente(7).
El autor citado empeora su capacidad para formular una propuesta cultural y estética transformadora al adscribirse a unos sistemas de creencias que operan de manera axiomática, el marxismo y también el anarquismo. Quienes se guían por éstos extraen deductivamente de dichas doctrinas, concebidas como principios o dogmas, las pretendidas respuestas a los diversos asuntos y situaciones del hoy, proceder que está en contradicción con el estudio aideológico de la realidad, de la experiencia, y con la determinación de la verdad concreta-finita desde ese estudio.
Sin realidad ateórica y experiencialmente aprehendida no hay verdad. Sin verdad no hay propuestas transformadoras, no hay estrategia ni líneas de acción. En lo tratado, la literatura y las artes, no puede haber proposiciones estéticas renovadoras si se parte de sistemas dogmáticos, de “ismos”, máxime cuando tales doctrinarismos han proporcionado resultados muy negativos en las experiencias históricas en que han sido protagonistas, por ejemplo, la guerra civil. No hay sistemas de ideas válidos al margen de la experiencia, de sus logros experienciales positivos o de la ausencia de ellos. No existen verdades sustantivas a priori.
Otrosí, Fortes, consecuente con el aparato doctrinal del marxismo, ignora la noción más necesaria para situarse fuera y enfrente del orden vigente, la de revolución. El marxismo, como es sabido, dejando de lado algunas frases endisonancia con lo primordial de su corpus teórico y propuestas, evita y margina de facto la idea de revolución, es socialdemócrata. Por eso resulta ser, a fin de cuentas, una acalorada loa del capitalismo so capa de criticarlo, o más exactamente, una afirmación idealizadora de un mega-capitalismo “perfecto” en el futuro sustentada en la negación del capitalismo imperfecto realmente existente en el presente.
La noción de revolución, en tanto que inmensa mutación integral que abarca el orden social, al sujeto y la cosmovisión, se hace imprescindible para enunciar, proponer y realizar el gran cambio estético necesario si se desea derrotar y superar a la cultura y arte institucionales. Cuando esa percepción y voluntad de transformación global no existe (y en Fortes, en efecto, no existe), todo lo que puede hacerse es denostar las pillerías de la estetocracia dominante, sin avance ni creación de lo nuevo. Ello equivale a estancarse en la crítica, a agotarse en ella.
La interpretación economicista y politicista de la vida social y del individuo, propia de las ideologías proletaristas decimonónicas (sobre todo el marxismo) no permite ser creativos sobre la vida inmaterial de los seres humanos. Por eso aquéllas no han proporcionado, según se dijo, apenas nada valioso en el dominio de la cultura, de la literatura y el arte, comenzando porque no admiten la autonomía y centralidad de estas prácticas que, según se expuso, rebajan a modos de propaganda y adoctrinamiento.
El análisis del libro de Fortes tampoco investiga por qué la intelectualidad de la izquierda, una vez establecido el régimen parlamentarista actual, se hace en bloque burguesía de Estado y se concentra en, por un lado, degradar la cultura hasta extremos escalofriantes y, por otro, enriquecerse y acumular capital. Aquél, por falta de espíritu revolucionario, no es contrario (o no lo es en el libro escrutado) al régimen parlamentario, de manera que falla en comprender que lo que denuncia no proviene solamente de la amoralidad y arribismo de dicha intelectualidad en tanto que grupo social sino de las condiciones políticas estatuidas.
Fortes, en su enfoque no-revolucionario de los asuntos que toca, ni siquiera señala como causa de mal, de mal cultural y estético también, a la Constitución de 1978, que estructura un orden de dictadura del ente estatal y la clase empresarial. Dicha dictadura fue primero constituida y luego vehementemente apoyada, en alianza con la derecha, por los partidos de la izquierda, PCE (luego IU), PSOE, grupos de la extrema izquierda y una parte notoria del anarquismo, formaciones a las que pertenecen los pedantócratas denostados por él, los cuales son firmes paladines de dicha dictadura.
Agotado el franquismo, las elites políticas, militares, académicas y económicas desde 1965 o incluso desde un poco antes, necesitaban un nuevo 7 aparato de dominación política. Para lograrlo ultiman un pacto con el PSOE y PCE por el cual éstos se reafirman en su línea institucional pro-capitalista, concretándola a las condiciones del momento, y los poderes de facto les premian, a partir de 1974- 1976, con una notable presencia institucional, considerables empleos estatales, sabrosas parcelas de poder y dinero, mucho dinero. La izquierda toda se hace de esa forma, en sus cuadros y notables, burguesía de Estado.
En ese marco se sitúa la acción de la estetocracia izquierdista, a la que el Estado y la banca confieren unos privilegios desmesurados, los descritos por Fortes e incluso bastantes más. Como contraprestación aquélla debía llevar a efecto una triple tarea, arruinar la cultura, devastar la literatura y el arte y embrutecer a las clases populares, todo ello para la creación más eficiente de seres nada.
La historia cultural de los últimos 40 años en lo que llaman España es el cumplimiento de ese proyecto o programa pactado. Llama la atención que la intelectualidad de izquierda esté realizando las mismas tareas que las efectuadas por la pedantocracia falangista y franquista en la etapa anterior. Cela fue, como se expuso, el nexo de unión entre ésta y aquélla, al ser él mismo falangista/franquista y de izquierda sucesivamente.
Por tanto, sin un enfoque revolucionario de los asuntos políticos no es posible establecer los fundamentos de una revolución estética, cultural, de la sensibilidad y las emociones, de las metas inmateriales y de los modos integrales de estar el ser humano en el mundo en tanto que realidad que trasciende la zoología y la economía. Y viceversa.
HACIA UNA REVOLUCIONARIZACIÓN DE LAS PRÁCTICAS ESTÉTICAS
Aunque Fortes no les cita explícitamente, leyendo su libro entre líneas se adivina el eco de las formulaciones realizadas por las vanguardias artísticas, con su pretensión de “aniquilar” el arte burgués. La realidad de aquéllas, del dadaísmo, surrealismo, constructivismo, etc., resultó ser bastante diferente, dado que fueron instrumentos para el quebranto del arte, la desintegración de la estética y el envilecimiento de la sensibilidad conforme a los intereses del capitalismo, que para aquellas fechas dio un paso adelante en la laminación proyectada de la esencia concreta humana.
El furor de tales “ismos”, sobre todo en sus pedestres Manifiestos(8), aparentemente contra el arte burgués, es parte de la cruzada para perpetrar la devastación general de la experiencia estética, para crear una sociedad sin cultura ni espiritualidad, para expandir la barbarie en nombre de una supuesta “lucha” contra el capitalismo, hipócrita y bufa por cuanto la gran mayoría de los mandamases de dichas vanguardias se enriquecían más intensamente cuanto más peroraban contra la burguesía. El arte burgués ha de ser rechazado y superado, sin duda, pero en esa operación hay que salvar lo que tiene de arte, de elaboración sobre el destino y la condición humana, de belleza y emoción.
Las vanguardias, especialmente las primeras de ellas, sostuvieron que cualquiera puede ser artista y cualquier producto puede ser arte. Es cierto el primer aserto, con la condición de que quien desee producir arte ha de esforzarse, es más, ha de autoconstruirse con voluntad firme como sujeto idóneo para la creación estética. De otro modo no es verdad. Y algo similar puede decirse de un producto determinado, que sólo será arte si suscita emoción estética.
Ciertamente, cualquiera puede cultivar un huerto pero sólo lo hace quien se esfuerza en aprender, se afana y suda la azada. Y no todo son hortalizas, un cardo no lo es, de la misma manera que cualquier cosa no es arte. La demagogia de las vanguardias, su culto por lo fácil y chapucero, su fobia al esfuerzo autoimpuesto, niega a la gente común las precondiciones para apropiarse del quehacer estético arrebatándoselo a la burguesía. Un siglo después constatamos lo estéril y aciago de todo ello. Al frivolizar problemas muy complejos las vanguardias se hacen instrumentos intelectuales de la burguesía.
Los caminos fáciles no llevan lejos. Crear una estética revolucionaria y un sujeto a la altura de esta tarea es quehacer de una complejidad formidable, lo que no puede ser eludido con formulaciones pueriles. Los seres nada no producen arte, ni siquiera lo aprecian o añoran. Sin auto-realizar su tránsito a seres humanos, lo que significa una revolución interior que afecte a lo nuclear del yo, la recuperación de la estética y el arte no es realizable.
En dependencia con las vanguardias está la formulación sobre “la muerte del arte”, o “el final del arte”, de moda hace unos decenios. El enfoque fue celebrar el “agotamiento” del arte burgués para, de facto, exacerbar los componentes politicistas, deshumanizadores, adoctrinadores, mercantilistas y banalizadores de las prácticas artísticas y literarias, en vez de formular como estrategia la tarea de ir constituyendo una estética revolucionaria integral, situada más allá de lo coyuntural, demagógico y agitativo, que confiera densidad, calidad y elevación al agonizante sujeto de la modernidad.
Parece de sentido común argüir que si la sociedad burguesa está extinguiendo el arte la única tarea revolucionaria es recuperarlo, limpiándolo de las adherencias institucionales que lo rebajan, instrumentalizan e incluso impiden existir. Pasemos a establecer los criterios que pueden orientar un renacimiento de la literatura y el arte.
El más importante reside en la concepción misma del ser humano, que no debe ser entendido como “homo oeconomicus” en ningún sentido, ni como empresario ni como proletario o asalariado ni como consumidor ni como contribuyente al fisco ni como, en general, criatura que se realiza desde la abundancia material, desde la plétora de las cosas. Eso es reduccionista, y por tanto inexacto, pues la economía es sólo parte y, además, principalmente medio al servicio de metas no-económicas. El ser humano existe en la forma de ente integral o ser de la completitud que, de manera natural, necesita realizar su todo finito a partir de su propio pensar, sentir y actuar. En él lo espiritual y material se equilibran y entrelazan sin dejar de estar en oposición.
En consecuencia, cualquier definición de lo humano desde la parte y lo parcial debe ser objetada. La persona es todo y totalidad, no porción. Es sujeto integral, no criatura mutilada. Necesita del todo y tiende a ello. Es total-finito en sí.
Desautorizado todo reduccionismo se ha de establecer como verdad experiencial la co-centralidad de las exigencias espirituales, por tanto, de las necesidades estéticas como parte o porción de aquéllas. La función del arte es satisfacerlas haciendo que el sujeto se edifique a sí mismo también en el proceso de consumarlo.
El arte no puede ser propaganda. Dado que en modo alguno es un quehacer vicario y subordinado no sirve a un fin externo a sí mismo salvo que lo haga en el proceso de ser él mismo, como parte necesaria de su afirmarse. A la vez, al liberarse de las ataduras que le impiden afianzarse en su autonomía y grandeza consustanciales demanda una sociedad sin fuerzas liberticidas, sin elites del poder, sin el imperio del capital ni la potestad del ente estatal. Necesita de la libertad, para ejercerla con responsabilidad.
La contribución a la realización integral de lo humano por medio de la práctica estética es el sentido, el todo, del arte, al expresar, realizar y multiplicar la vida emocional, pasional, cognoscitiva e imaginativa, la intensidad de la belleza, la grandeza de espíritu y la sublimidad psíquica. Así pues, ha de terminar el tiempo del supuesto arte frívolo e insignificante, banal y extravagante, vacío y meramente chirriante, que se agota en ocurrencias fáciles y “genialidades” epatantes, con su falsa rebeldía, en realidad una forma elaborada de servilismo ante el poder constituido. La trascendencia, la intensidad emocional y la seriedad han de ser algunos de los criterios organizadores del quehacer estético.
Eso significa devolver al arte la dignidad, el respeto y el autorrespeto, en oposición a quienes ahora lo envilecen con realizaciones supuestamente “transgresoras”, “provocadoras” e “irreverentes”(9), una de las más chocarreras herencias de las vanguardias artísticas, que expresan el conformismo, ininteligencia, ausencia de decoro y falta de substancia emocional de quienes las efectúan, además de su afán de enriquecerse y medrar.
Hacer de la creación artística una experiencia transcendente equivale a dotarla de una sólida y permanente seriedad. Así puede producir obras que sobrecojan por su excelsitud, arrebaten por su intensidad y estremezcan por su fuerza expresiva, que nos hagan conocer las más genuinas emociones, pasiones y pulsiones espirituales. Éstas, manifestándose de ese modo, se hacen también estados corporales, lo que es excelente(10).
El quehacer artístico y literario, en consecuencia, tiene que dejar de ser descuidado y liviano obrar que busca lo fácil, lo más rentable en el mercado, para transformarse en esfuerzo meticuloso y persistente, en un entregarse y darse sin esperar o desear nada a cambio salvo el triunfo de la excelencia en la obra de arte. La belleza y la sublimidad son metas en sí mismas, que se justifican exclusivamente con su propia grandeza, valía y significación.
Es la obra, mucho más que el artista, lo que cuenta. La obra como don y no como mercancía. El artista en tanto que sujeto que se pone al servicio, no como “genio” o déspota que pone todo y a todos a su servicio. La meta final es la reconstitución de los valores estéticos y la restitución de la trascendencia conforme a las necesidades espirituales del ahora.
El objetivo es preservar la literatura y el arte de su destrucción programada con el fin de salvar al ser humano de su definitiva degradación a ser nada. Esta formulación contribuye a purgar el arte de frivolidad, al situarlo como quehacer y tarea decisiva, que recupera y afirma la esencia concreta humana en unas circunstancias cada día más inquietantes, cuando nos adentramos en la era de la posthumanidad, de general disolución y liquidación de lo humano.
El arte tiene que dar expresión a los atributos que hoy están en trance de extinción, a lo más nuclear de la condición humana en desintegración. Para crear y recrear a la persona como ser sintiente, emocional, pasional, entusiasta, generoso, afectuoso y vivencial está obligado a valerse de los mejores y más depurados procedimientos estilísticos. La busca de la excelencia, en oposición a la mentalidad chapucera, fácil y extravagante dominante, ha de ser una expresión de creatividad y vitalidad, de innovación permanente y voluntad de trascendencia.
El sujeto reafirmado de ese modo, y lo humano constituido, son los ingredientes esenciales de la revolución por hacer, que para elevarse a integral necesariamente ha de ser también una revolución estética, cultural y artística. La política es sólo parte, y la economía es únicamente otra parte, por lo que si todo se pone al servicio de ellas lo humano sufre y la revolución no encuentra quienes la realicen, las y los revolucionarios.
El capitalismo es muchísimo más que economía, y el Estado es muchísimo más que política. Uno y otro, para existir y expandirse, constituyen seres crecientemente subhumanos, conforme a su naturaleza y necesidades, lo que es una labor no-reduccionista e hiper-compleja que debe ser contrarrestado y combatido desde estos mismos postulados.
La revolución tiene que ser concebida como un crecimiento múltiple de lo humano que, al alcanzar un nivel en su ascensión y expansión, provoca una implosión social general que barre y supera el actual orden de dominación, empresarial, partitocrático, clerical, académico, militar, estatal. El arte tiene, así pues, que tratar las grandes cuestiones, hoy olvidadas o dadas de lado, los valores más primordiales, los estados psíquicos medulares, las metas verdaderamente decisivas, en suma, los fundamentos mismos de nuestra condición.
Frente a las pretendidas literatura y arte que degradan, mutilan y depravan(11) hay que construir otras que edifiquen y establezcan, que fundamenten, incrementen y amplíen. Tales, son incompatibles con el actual sistema de dominación.
Esa producción estética tiene que coincidir, como es lógico, con una política revolucionaria, aunque sin perder su autonomía, valía y mismidad, porque la reducción del arte a política es funesta, para el arte y para la política, si ésta es revolucionaria pero no socialdemócrata. El arte debe poseer un espacio propio, al lado de la política pero diferente de ella, existiendo por sí. El artista ha de ser poliédrico, diverso y multifacético, por tanto, revolucionario en lo político, sin dejar de ser sujeto entregado a la realización de la belleza, la emoción, el apasionamiento, el conocimiento y la grandeza de espíritu.
Estetizar la vida es llenarla de esplendor, hacerla un existir cualitativo y exultante, que incorpore belleza y grandiosidad a cada realización u obra humana, sea ésta solemne o cotidiana(12). Todo ha de tener su vertiente elegante, exaltante, hermosa, amorosa, fuerte y elevada, hasta lo más humilde, usual y mínimo. Así la humanidad viviría en una apoteosis -finita- de la magnificencia y la sublimidad.
Necesitamos de, al menos, la belleza del lenguaje, la belleza de las formas, la belleza de los contenidos, la belleza de las cosas, la belleza de las relaciones, la belleza del conocimiento, la belleza de la naturaleza y la belleza de los seres humanos(13). Rousseau se aproxima a lo verdadero cuando expone que “si quitáis de nuestros corazones el amor a lo bello nos quitáis el encanto de vivir”, aunque dicho amor sirve para mucho más que para una existencia con encanto pues, exactamente, nos permite hacernos cualitativamente mejores y superiores.
Al mismo tiempo hay que recordar que el arte, además de belleza, ha de tener ese otro atributo indefinible al que Kant denomina “espíritu”, una sutil facultad de penetrar en lo hondo de nuestra psique para hacer vibrar sus potencias y atributos primordiales. Porque no basta con la belleza. En ésta no reside el todo del arte y en muchas ocasiones ni siquiera lo más importante, además de ser concreta e histórica en vez de abstracta e intemporal, por tanto mudable y diversa. Para que aquél exista ha de darse un más allá, a fin de cuentas indefinible e inefable aunque decisivo e imprescindible.
Para nombrar eso, en sí mismo inaprehensible e incluso indecible, nos valemos de un vocablo: sublime. Lo bello y lo sublime forman el par necesario para que el arte sea erigido desde unos cimientos bien trabados. Hoy, en lo que llaman arte, la belleza suele estar excluida pero todavía lo está más la sublimidad(14). Kant acierta al aducir que “la emoción producida por lo sublime es más fuerte que la producida por lo bello”. En consecuencia, dado que maximizar la vida emocional es una de las metas de lo artístico la categoría de sublime tiene que ocupar un lugar central en toda experiencia estética. Podría decirse que si la belleza nos seduce y conmueve la sublimidad nos estremece, exalta y engrandece.
Ésta se alcanza en homérica contienda con la mediocridad, la cobardía, la debilidad, el egotismo y el hedonismo, con la falta de sensibilidad, el vacío pasional y la irreflexión experiencial. Es sublime quien se propone metas sublimes y se empeña en realizarlas, admitiendo los riesgos y aceptando padecer por ellos. Únicamente el que se autocrea como sublime puede expresar estéticamente la sublimidad. Kant apunta que lo sublime es “fuerza del espíritu”, o dicho de otro modo, voluntad de ser con grandeza de miras desde el brío, el atrevimiento y el vigor.
De ahí que estetizar la vida sea mucho más que hacer bellas a las cosas y a los seres. Demanda constituir una totalidad compleja y dinámica de la pasión, la fuerza, la emoción, el entusiasmo, el coraje, la sabiduría y la fogosidad que sea el espacio de la existencia social e individual de los seres humanos y que constituya en lo sublime múltiple. Eso se ha de hacer a través de una gran autoexigencia, tensión espiritual y lograda maestría en la utilización de los recursos estilísticos. Con ello las facultades del espíritu serán elevadas a su expresión máxima, quedando el sujeto recuperado, revolucionarizado, rehumanizado.
Para obrar a favor de una gran transformación en el arte es preceptivo, según se ha expuesto, adoptar una posición revolucionaria ante el conjunto de lo real, incluida la propia existencia. Eso implica lanzar una mirada nueva al mundo y a las cosas, para dejar a un lado lo institucional e ir creando metas trascendentes, emociones seminales, categorías estéticas, estados de conciencia y percepciones de la vida espiritual toda que sean distintas y contrarias a las que hoy prevalecen. No es viable una nueva estética sin una nueva cosmovisión, y ésta sólo es posible de formular y realizar desde la noción de revolución.
No sólo la sociedad ha de ser percibida de una manera nueva sino uno mismo. Revolucionarizar el propio yo para hacer de él realidad activa y magnífica, que sea causa y no sólo efecto, es concebirse como creador de nuevas expresiones espirituales y físicas, como ser apto para la emoción y la excelencia. El artista no puede reducirse a especialista en producir arte sino elevarse a ser integral que promueve el todo-finito de su universo personal hasta el límite de sus posibilidades, e incluso más. En ese marco, además, hace arte.
Cuando el lúgubre aparato literario y estético institucional se va hundiendo en la rutina, la mediocridad, la repetición, la superficialidad, el espectáculo, el culto por lo establecido, la fealdad, la estatización y la esterilidad el problema de la creatividad, sobre todo individual pero también colectiva, se eleva a cuestión de primera importancia. Crear no es manufacturar ocurrencias y extravagancias para el mercado-Estado sino tratar las grandes cuestiones de lo humano en el tiempo presente según las reglas estéticas y conforme a la propia intuición. Porque hay creación y pseudo-creación. La precondición es dominar el oficio para desde ahí inducir una revolución psíquica valiéndose de los signos y códigos propios de lo artístico.
Ser innovador es ir autoconstruyéndose una nueva sensibilidad y un nuevo sistema emocional que sean pilares de una estética transformadora. Eso exige libertad, decisivo bien cada día más menguante. Si la libertad exterior está siendo anulada por los mega-poderes en activo hay que acudir a la libertad interior, sin por ello dejar de bregar en pro de aquélla. Una rica, o muy rica, vida psíquica es hoy imprescindible al creador, al artista, dado que lo externo está caracterizado por la pobreza mental, la uniformidad, la censura, el conformismo, la crisis de la innovación, el sistema educativo y el cerco de los seres nada.
Esa vida espiritual en lo profundo del yo, para ser real, tiene que surgir de la ruptura con los estados anímicos, disvalores, modos de no-ser y procedimientos estéticos usuales. Ha de consistir en un situarse fuera y más allá. Ser soberanos de nuestro yo en un tiempo en que todo está siendo absorbido y nulificado por las estructuras de poder es un logro tan considerable como imprescindible.
Las vanguardias y el arte extravagante han creado lo que se ha llamado el “espectador-víctima”, un deplorable personaje que, por mor de ser “culto”, padece las malfetrías del negocio literario institucional y el arte extravagante. Estetizar la existencia requiere que lo estético no sea vivido como espectáculo sino como creación, como quehacer regular de todos y cada uno. Ese sujeto que produce y no que meramente contempla ha de ser el mayor logro de una revolución estética.
Todo ello ha de hacerse no sólo con ideas e ideales sino con hábitos, esto es, con rutinas trufadas de épica y esfuerzo. Así resultaran personalidades poderosas y autónomas, con iniciativa, creatividad y sentido de la responsabilidad, un sujeto letal para el orden de fealdad, banalidad, incultura, grosería y sordidez imperante.
La cuestión, a fin de cuentas, sigue siendo la que planteó David Sylvester en 1958, “¿Es el arte todavía posible, o ya es demasiado tarde?”
FÉLIX RODRIGO MORA
Historiador y Filósofo
NOTAS:
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