En cambio, para los anarquistas, los socialeros son los que se venden a los monárquicos, los que se pasan de cuando en cuando por el Ministerio a cobrar el precio de su traición.
Los dirigidos, en general, en uno y otro bando, valen mucho más que los directores; son más ingenuos, más crédulos, pero valen más como carácter y como arranque los anarquistas que los socialistas.
Al bando anarquista van sólo los convencidos y exaltados, y al ingresar en él saben que lo único que les espera es ser perseguidos por la justicia; en cambio, en las agrupaciones socialistas, si entran algunos por convencimiento, la mayoría ingresan por interés. Estos «obreros», socialistas de ocasión, no toman de las doctrinas más que aquello que les sirve de arma para alcanzar ventajas: el societarismo, en forma de sociedades de socorros o de resistencia. Este societarismo les hace autoritarios, despóticos, de un egoísmo repugnante. A consecuencia de él, los oficios comienzan a cerrarse y a tener escalafones; no se puede entrar a trabajar en ninguna fábrica sin pertenecer a una sociedad, y para ingresar en ésta hay que someterse a su reglamento y pagar además una gabela.
Tales procederes constituyen para los anarquistas la expresión más repugnante del autoritarismo.
Casi todos los anarquistas son escritores y llevan camino de metafísicos; en cambio, entre los socialistas, abundan los oradores. A los anarquistas les entusiasma la cuestión ética, las discusiones acerca de la moral y del amor libre; en cambio, a los socialistas les encanta perorar en el local de la Sociedad, constituir pequeños congresos, intrigar y votar. Son, sin duda, más prácticos. Los anarquistas, en general, tienen más generosidad y más orgullo; y se creen todos apóstoles, hombres superiores. Se figuran muchas veces que con cambiar el nombre de las cosas cambiaba también su esencia. Para la mayoría es evidente que desde el momento en que uno se declara anarquista, ya discurre mejor, y que en el acto de ponerse esta etiqueta coge uno sus defectos, sus malas pasiones, sus vilezas todas y las arroja fuera como quien echa la ropa sucia a la colada.
De buenas intenciones y de buenos instintos, excepto los impulsivos y los degenerados, hubiesen podido ser, con otra cultura, personas útiles; pero tienen todos ellos un vicio que les imposibilita para vivir tranquilamente en su medio social: la vanidad. Es la vanidad vidriosa del jacobino, más fuerte cuanto más disfrazada que no acepta la menor duda, que quiere medirlo todo con compás, que cree que su lógica es la única lógica posible.
En general, todos ellos, por el sobrecargo que representa la lectura y las discusiones después de un trabajo fuerte y fatigador, por el abuso que hacen del café, están en excitación constante, que aumenta o remite como la fiebre. Unos días se nota en ellos la fatiga y la desilusión; otros, en cambio, el entusiasmo se comunica y hay una verdadera borrachera de hablar y de pensar.»
PÍO BAROJA
(“Aurora Roja”, 1904)
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