
Pero es la imagen de Bush la que ha caído en popularidad hasta cotas inverosímiles, y, con ella —ligada a ella—, ha arrastrado la de EEUU. Aunque no la de los ciudadanos norteamericanos. Y eso me parece injusto. Los norteamericanos no son inocentes de todo aquello que perpetran sus marines a lo largo y ancho del globo terráqueo. No en vano Bush fue reelegido como Presidente en 2004 con 64 millones de votos. Y ello, a pesar de las serias dudas sobre si su actuación tras los ataques terroristas del 11 de Septiembre fue proporcionada, invadiendo Afganistán e Irak. Todo el mundo sabe que se trata de dos países estratégicos para el control de las principales reservas de crudo y gas de la Tierra, y que sólo eso fue lo que justificó todos los horrores de Guantánamo y los vuelos de la muerte.
Los norteamericanos son, en efecto, responsables de lo que hacen sus gobernantes electos, sus representantes. Y mucho más en EEUU, donde el impeachment —la deposición del Presidente— es posible, y ha sido llevada a cabo en tres ocasiones: con Bill Clinton (1998-1999), con Andrew Johnson (1868) —y ambos fueron absueltos—; y con Richard Nixon, quien interrumpió el proceso al dimitir de su cargo en 1974, tras la aprobación de su impeachment. Y no sólo por eso son responsables los ciudadanos norteamericanos, sino también porque es imposible que no sepan en su fuero interno que todas las barbaridades que Bush ha cometido en estos ocho años les han hecho vivir mejor, en la inopia de todo el hambre que en el mundo existe, mientras ellos alcanzaban la tasa de obesidad más alta jamás concebida —uno de cada cuatro americanos es obeso—, pronto primera causa de muerte en esa gran nación. Los americanos no pueden no ser conscientes de que sus cinturas se ensanchan exactamente al ritmo de su imperio global.